En un texto de crítica a Freud, titulado Espéculo de la otra mujer, tan lúcido en las críticas como ciego con respecto a sus propios fundamentos, Luce Irigaray encabeza la obra con la siguiente frase aforística: “El punto ciego de un viejo sueño de simetría”.
Es una afirmación de la que podemos partir.
Tanto entre los pitagóricos (una escuela de pensamiento que empezó seis siglos antes de Cristo) como entre los chinos, que oponían dos principios cósmicos, Yin y Yang, el principio femenino se integra en una serie de diez oposiciones binarias que organizan el cosmos en una totalidad perfectamente simétrica: el hombre está del lado impar1 y por lo tanto limitado, la mujer del lado par (¿especular?) e ilimitado. La mujer es plural, el hombre uno; la mujer está del lado izquierdo del universo, el hombre del derecho2; el hombre reposa, la mujer está en movimiento; etc., etc.
Esta tabla le otorga al hombre el dominio en todos los terrenos; sin embargo, sin feminidad no habría universo, es decir, no habría totalidad alguna. Para que exista totalidad es preciso integrar a una serie de elementos positivos marcados por un signo + su reverso que son esos mismos elementos negados: –. Nada queda fuera.
La totalidad reduce la feminidad a elemento de la oposición simétrica.
Aquí es menester introducir dos diferencias constantemente pasadas por alto.
La primera refiere a la relación entre los sexos, contemplada desde el ángulo ideológico-político; la segunda, a la diferencia entre la llamada “sociedad patriarcal” y la sociedad moderna.
La tarea que se asignó el feminismo para alcanzar las igualdad entre los sexos, es uno de los pilares de la modernidad: los mismos derechos, las mismas oportunidades, la misma retribución por el trabajo realizado, etc., etc.
Pero en el terreno de la sexualidad freudianamente concebida, las cosas tienen otro color…
Llevar el reclamo de igualdad al terreno sexual contribuye a censurar la diferencia de los sexos, con sus consecuencias inevitables: los hombres se feminizan, las mujeres se masculinizan y así especularizamos lo que es efectivamente impar.
En cuanto a la sociedad patriarcal cuyo modelo actual es el mundo musulmán, comenzó a demolerse en Occidente ya en el siglo XVIII, cuando comenzaba a escucharse el ruido de fondo del reclamo de las “vaporosas” (las histéricas)3, para acelerarse, al menos en el registro de las clases medias, en la época de Freud.
Quizá sería mejor calificar a la época freudiana (las últimas décadas del siglo XIX, la primera del XX) como una de transición, en la que ya se advierten, en gran medida por la protesta histérica, a veces oblicua e insidiosa, otras estentórea, rasgos de esa caída de la figura fantasmática y monumental del padre primordial, tan bien ilustrada por la antropología desarrollada por los contemporáneos de Freud4.
¿Qué es acaso el “banquete totémico”?
Los antropólogos y sociólogos contemporáneos de Freud (y su lista la podemos localizar en el texto de “Tótem y Tabú”) estaban fascinados por el origen de la familia: algunos de ellos suponían, conforme a un criterio evolucionista, que la familia progresaba hacia el orden actual, tan rígido y codificado, a partir de una promiscuidad originaria5.
El mito del parricidio estaba, por así decirlo, ahí nomás: Freud tuvo simplemente que explicitar un resultado anticipado por la cultura cristiana del sacrificio del hijo, la que proporcionaba una matriz sacrificial oportunamente velada por un pensamiento que se quería científico, en el sentido positivista del término.
El fantasma del padre primordial, al poner en escena algo que jamás existió, daba un cauce expresivo a una inquietud propia del pensamiento conservador, que veía cómo las prerrogativas morales de la autoridad paterna tradicional se debilitaban sin remedio.
En el campo de la sociología surgió otra tesis en apariencia más sostenible: el pater familias romano, depositario de un poder omnímodo, debía (se suponía) su fuerza a ser la cabeza de la familia ampliada. La decadencia actual (actual quiere decir fines del siglo XIX) se explicaría por el predominio de la familia reducida, nuclear.
Se sabe hoy (el interesado puede consultar los textos de Zafiropoulos, psicoanalista y sociólogo) que no hay ninguna serie lineal que conduzca desde la familia ampliada a la nuclear y que la declinación del padre se sitúa en otro registro.
Pero la tesis objetada, con fuerte arraigo en la sociología francesa tradicional, ofrecía un fuerte sostén al pensamiento conservador que refugiado en los prestigios de la ciencia académica, podía eludir las responsabilidades que emanan de una ética sexual, y así desimplicarse de una profunda transformación histórica que concierne, nada menos, que al nacimiento de lo que hemos convenido en llamar “sujeto”.
En este punto es preciso adelantar una hipótesis o, más que una hipótesis, un proceso de abducción6, en el sentido de Peirce: el “sujeto” no es una entidad transtemporal, del mismo modo que la “feminidad”, por más que reconozca una genealogía que abarca prácticamente a todas las culturas letradas, podemos leerla en los entresijos del discurso de la histérica, pieza fundamental de la cultura de los tiempos modernos.
En este sentido hace tiempo expresé algo que puede parecer una boutade pero que hay que tomar, creo, al pie de la letra: la existencia del discurso histérico significa que no hay Amo, ese Otro prehistórico e inolvidable al que Freud refería el lamento de la histérica.
(Entiéndase bien: no hay Amo en el sentido del Maestro de la histérica; nada que ver con los amos sociales, cuya existencia es indiscutible…)
¿Cómo insertamos a Freud?
Freud introdujo a la mujer por la vía de la privación: el hombre tiene, ella no… Pero asimismo: la mujer tiene una baja potencia sublimatoria, al revés que el hombre; la mujer posee un superyó poco exigente, a diferencia del hombre; éste es activo, ella pasiva.
En este respecto, Freud no innova sobre la tradición casi universal, aunque su probidad le produjo un constante malestar confesado a Jones. Es que el Edipo en verdad fue preparado para el hombre; la introducción de la feminidad produjo una especie de collage en el cual la mitad femenina permanecía renga, inhábil. ¿Cómo puede perder una mujer lo que nunca tuvo ni tendrá? ¿Cómo plantear la castración con respecto a ella? Además, la resolución del Edipo, tanto para el varón como para la niña, tal y como él las concibe, coincide con la plena instauración de la neurosis. El niño se retira de la competencia fálica por temor a que alguien más poderoso –el padre– triunfe: así queda idealizada la figura paterna.
Por su parte la niña, si es cierto que buscaba un niño del padre (que el padre le done algo que ya le donó a su madre) era por identificación previa con su madre. No deja a la madre por el padre sino que busca al padre desde la madre. Freud concibe la normalidad femenina como el retorno a un lugar que en definitiva nunca abandonó y así vela el vínculo de la madre con la hija. Al desear un hijo del padre, la niña no realiza desplazamiento alguno. El trayecto que Freud le supone –de la madre al padre y luego de vuelta para identificarse con los emblemas de la madre castrada– está mal articulado, ocultando de esta forma que la niña debe ir con la madre más allá de ella, lo cual quiere decir asimismo: contra ella, para alcanzar una dimensión cuyo futuro es la feminidad.
(Hay que revisar el tema de la demanda dirigida al padre: con seguridad la futura mujer le demanda algo, pero que se trate de un hijo ¿no implica proyectar la novela familiar freudiana sobre la escena, negando de este modo sus complejidades? ¿No será al revés, que le demanda poner un límite al juego especular muñeca/madre o madre/muñeca en el cual la niña se confunde con mamá?
Otrosí: Lacan en su seminario dice en determinado momento que el lazo de la mujer con la castración es “más flojo” que el del hombre. ¿Cómo precisar esa indicación?
¿Acaso la castración femenina es un tributo fantasmático al hombre? En este punto es preciso decir algo sobre la envidia del pene. Si duda es esencial, pero pertenece al campo de la neurosis. Más precisamente: es un fantasma masculino que reclama la complicidad femenina, especialmente de la histérica. El fantasma en cuestión se basa precisamente en una confusión entre pene y falo. Es un momento decisivo de la mujer aquel en el cual se percata que el pene del hombre efectivamente tiene una dimensión fálica… pero constituida como un muñón fálico.)
Es más: se sabe que Freud escribió dos artículos sobre feminidad prácticamente iguales; hay una diferencia y es sintomática, cuando en uno de ellos afirma que no hay que creer que la polaridad actividad/pasividad define el lugar de la mujer. Reconoce el límite de la noción, pero la mantiene. Lacan, por su lado, no cabe la menor duda de que planteó algo diverso en sus Escritos, cuando afirma que la mujer es suplementaria con respecto al hombre y no complementaria. ¿Reaparece esta noción en el seminario “Encore” en el momento en que afirma que las mujeres son no-todas?
Sin duda retorna aquí la distinción de los Escritos: hay un goce adicional, femenino, que es suplementario y no complementario del goce fálico.
Pero está tomada en una estructura que implica, en definitiva, la vuelta al binarismo complementario.
El problema radica por entero en el alcance que le podemos dar al cuantificador universal todo.
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1. Habría que recordar la observación especulativa –numerología matemática, digamos– de Heidegger en “La pregunta por la cosa”: “El tres no es el tercer número sino el primero, el uno no es el primero…” Sólo a partir de lo tercero lo uno y lo otro se convierten en primero y en segundo.
2. Humorísticamente Lacan, cuando construye el dispositivo gráfico de sus matemas, invierte los términos: la mitad hombre a la izquierda, la mitad femenina a la derecha.
3. Hay un libro extremadamente interesante: Livi, Jocelyne, Vapeurs de femmes, Navarin, Paris, 1984.
4. Desde luego, la bibliografía es abrumadora. Conviene leer, entre otros, La experiencia burguesa de Peter Gay. También son pertinentes los dos últimos tomos de la Historia de las mujeres, dirigida por Georges Duby y Michele Perrot, y el último de la Historia de la vida privada, dirigida por Philippe Ariés y Georges Duby.
5. Puede leerse La sociedad antigua de L. Morgan, quien escribió una obra leída por Engels para redactar su famoso Origen de la familia, la propiedad privada y el Estado. Asimismo el clásico de Bachofen, El derecho materno, quien desarrolló ampliamente la fantasía de un estadio previo al patriarcal en el que las mujeres tenían una posición dominante.
6. La hipótesis, dice Eco comentando y prolongando a Peirce, busca el ejemplo para una ley ya formulada; la abducción busca a la vez el ejemplo y la regla todavía no establecida. Esta distinción es en todo paralela si no idéntica a la distinción kantiana entre juicio determinante y juicio reflexivo. El psicoanálisis se orienta por completo en el ámbito del juicio reflexivo. |