Es curioso comprobar cómo acabamos naturalizando todos los hechos.
¿Quién podría imaginarse tiempo atrás que la Sociedad Rural, emblema tradicional de la ganadería terrateniente que fue el soporte de la llamada oligarquía, presidiría un acto con banderas rojas y espectadores que llegaban al cuarto de millón, mientras un acto oficial, con CGT, Partido Justicialista, intendentes del Gran Buenos Aires, organizaciones piqueteras y la Juventud Peronista, todo incluido, no llegaría ni a la tercera parte de esa cifra?
La derecha periodística, imbuida hasta la náusea de su exaltación de los valores social-liberales: comprensión, respeto al prójimo, buenas maneras, gusto por la sensatez y el sentido del equilibrio en la negociación, los que sólo imperan, como es sabido, a la sombra del poder firmemente establecido, encontró muy “natural” el hecho, a pesar de que ha comprobado mil y una vez las bruscas oscilaciones propias de los sectores medios (“¿habrá madurado el pueblo?”) –a pesar también de que el odio y la irritación se parecían caricaturescamente (¿sólo caricaturescamente?) a los preliminares de lo que en lenguaje antiguo llamaríamos una “desobediencia civil” que, finalmente, se disipó de repente, como tormenta de verano–.
El progresismo también sacó de la gaveta el utilaje conceptual cuya eficacia genérica permite explicar rápidamente cualquier cosa, tenga el aspecto y la fuerza que sea.
“Fractura del campo popular” (pero, ¿qué campo, si las clases medias están identificadas con los emblemas de los grandes propietarios y la clase obrera, cuando no es movilizada orgánicamente queda tomada cada vez más entre la aquiescencia pasiva y la indiferencia?), “una maniobra destinada a paralizar la lucha incipiente por la redistribución del excedente” (pero, por favor, esa épica está muy gastada y levantar sus depresiones y sus momentos de clímax, el circuito regresivo al cual sucede o sucederá el temple de la trompeta de la victoria, nos sigue hablando en términos de una emancipación cada vez más lejana, sigue ignorando que las masas buscan –contradictoriamente es cierto, pero buscan– a la postre un Buen Amo, lo que hace, en definitiva, que la emancipación abstracta sea cada vez más irrealizable y precisamente por sus defectos internos: intelectuales impotentes que imaginan conducir un sujeto colectivo que no es otra cosa que el reverso del Espíritu Absoluto).
Quiero ser claro: siempre defenderé el derecho del Gobierno a reclamar las rentas extraordinarias para sostener el Estado frente a la voracidad de los poderosos, aunque el modo, la oportunidad, y sobre todo la pobre capacidad para captar sus propios límites que muestra este gobierno, haya llevado las cosas a un callejón sin salida.
Y también es cierto que las posibilidades de resistencia deben ser potenciadas, pero no a costa del encierro en consignas pobres que sólo confortan las ilusiones.
¿Es posible un análisis más matizado, más dispuesto a calibrar la heterogénea complejidad de la realidad, más advertido de las cuestiones que no sólo no tienen todavía respuestas adecuadas sino que no alcanzan a ser expresadas en interrogaciones claras?
Digamos: si uno analiza cualitativamente el mapa de las últimas elecciones presidenciales, encuentra las razones para que un conflicto entre intereses agrarios y el Gobierno lleve a las clases medias a la prescindencia crítica; pero para nada a semejante movilización, con cacerolas, gritos, proclamas, con un odio y una irritación constantes.
Como siempre, hay un hiato en la explicación; y acudir a las clásicas descripciones peyorativas de la “pequeña burguesía” y sus consabidas “vacilaciones”, en el mejor de los casos se limita a verificar un resultado, no a localizar una causa.
¿Y el odio? Ese odio tan palpable en rumores, chistes, cadenas de bromas y de sarcasmos por mail. Un odio muy peculiar porque se manifestó como odio al odio: como odio contra los que no estaban dispuestos a expresarse en voz baja y con buenos y cordiales modos; odio a los gritos y con maneras poco cordiales. Un odio que, por lo demás, y luego de la derrota del Gobierno en la comedia del Senado (un vicepresidente que dice “Uy, uy, uy…” antes de timoratamente desempatar) ahora vuelve a sobreactuar el reclamo de una paz mezquina: el humor de los que quieren jubilarse de la vida; como si todo se redujera a vivir aspirando los aires de lo que suponemos es Suiza, Heidi y los Alpes incluidos.
Si las clases medias no se hubieran movilizado, el episodio quizá no habría pasado a mayores. Es así, pese a los sabihondos, pese a los paranoicos que reducen la historia a un juego de conspiraciones.
Esa diferencia entre la situación esperada y la ocurrida, merece que se le busque una explicación que no sea manotazo al manual de turno.
Del mismo modo, merece una explicación la gran ausente: la clase obrera. Sin duda algo tiene que ver la decadencia mundial del trabajo asalariado tradicional, en beneficio del que se ha llegado a nombrar como “modo de producción informático”. Pero es una explicación demasiado genérica. Hay factores específicos, de largo y mediano plazo, que convendría tematizar, estableciendo de continuo conexiones con los factores que pesan en las capas medias. Desde luego: el análisis tiene puntos privilegiados, la transformación del peronismo en lopezreguismo en el mandato póstumo de Perón y la catástrofe del Proceso.
Pero, ¿podemos evitar lanzarnos sobre las explicaciones genéricas que todos tenemos a mano, esas explicaciones que yo también debo resistirme a exhibir, como cualquier intelectual que se precie de tal en este país de tanta inteligencia “genérica”?
Siempre recuerdo una nota periodística rara por su sinceridad, de alguien que evaluó el sorpresivo triunfo de Fujimori en Perú cuando éste le arrebató el triunfo a Vargas Llosa.
El autor, tras mostrar los elementos y modos y aspectos de última hora que inclinaron la votación a favor de Fujimori, dijo más o menos lo siguiente: “He explicado lo que ocurrió. Sin embargo, si hubiera ocurrido lo contrario también podría haberlo explicado”.
Cuando acontece lo nuevo e imprevisible, nadie está dispuesto a reconocerlo.
(Y esta novedad puede ser bien poco salutífera: no convengo en llamar “acontecimiento” a lo que gratifique a la épica progresista, o a la crítica progresista al progresismo.)
Lo cierto es que desde los años noventa muchas cosas han cambiado radicalmente en la sociedad global, cambios que no se limitan a la desindustrialización, a la desertificación del trabajo y al avance vertiginoso de las tendencias neoliberales. Para seleccionar un índice que es a la vez síntoma y causa, advertimos que en esa década terminó el proceso de deslegitimación de la violencia política, que fue acompañado por una transformación inquietante: la naturalización de las formas no políticas de la violencia: violencia corporativa, mafiosa, delictiva.
Si la exclusión social –todo grupo, lo sabemos desde Freud, constituye su “nosotros” mediante la expulsión de “los otros”–, que la Europa democrática exhibe con tanta obscenidad (es oportuno recordar esa postal napolitana de bañistas que toman sol mientras a su lado yacen tapados por toallas los cadáveres de dos niñas gitanas; emblema feroz que nos remite al espantoso sino de los gitanos, que compartieron las cámaras de gas con el pueblo judío), si esta exclusión, digo, no es un triste privilegio del Primer Mundo, es porque estamos concernidos por ella y de un modo cada vez más notorio y quizá irreversible: ¿qué decimos cuando decimos “bolita”, “villero”, “tomador de tetra-brik” y otras lindezas? ¿Cómo esta fractura, en algunos aspectos decisivos nueva, incide en los comportamientos políticos que se están gestando en este momento?
Conviene recordar aquí lo que dijo Roger Caillois en su prólogo a Instintos y Sociedad, un libro alertado por las convulsiones europeas de la fatídica década del ‘30 y en el cual muestra esa dualidad propia del orden social que está sometido, de un lado, a “leyes y gravitaciones específicas, y por otro a estremecimientos, a remolinos, a vértigos,...”.
Estos últimas son las emociones, las pasiones colectivas que provocan convulsiones, intoxicaciones, residuos que las instituciones y las estructuras precisan elaborar o contrariar para que se pueda construir un orden estable.
Queda dicho. |