Freud dijo en su “Esquema del psicoanálisis” (1938) con respecto a la conciencia: “El punto de partida para esta indagación lo da el hecho de la conciencia, hecho sin parangón, que desafía todo intento de explicarlo y describirlo. Y, sin embargo, si uno habla de conciencia, sabe de manera inmediata y por su experiencia personal más genuina lo que se mienta con ello”.
Y agrega en una nota al pie: “¡Una orientación extrema, como el conductismo nacido en Estados Unidos, cree poder edificar una psicología prescindiendo de este hecho básico!”.
En otro lugar habla de la conciencia como un “hecho asombroso”: el hombre es el único animal que tiene conciencia.
Hay que subrayar lo que habitualmente pasamos por alto: hay algo sorprendente, incomparable, enigmático, incluso misterioso, en el hecho de tener conciencia.
Y lo pasamos por alto porque tenemos una palabreja haragana a la mano: “imaginaria”.
La conciencia es imaginaria… y ya está. Sin duda, en su “Posición del inconsciente”, Lacan afirmó que la conciencia soporta el desconocimiento del Moi. Mas, ¿queda reducida a esta misión o posee una dimensión que la excede? Al parecer, se repite la lección de La carta robada de Poe: algo se oculta perfectamente a la vista, como le ocurre a quien busca los lentes perdidos mientras los lleva puestos.
Cometamos la herejía: la conciencia es, al menos en parte, real. Quiero decir: ignoramos todo lo que refiera a su causa. Se dirá: ¿y el significante? El lenguaje y sus estructuras reflexivas –hablo de mí, considero que yo mismo, etc., etc.– tanto como la diplopia propia del hablar, que es irreductible –soy yo quien dice “yo” para referirme a mí mismo, pongo por caso– son sin duda condición de posibilidad del psiquismo, pero en modo alguno condición de existencia de la conciencia. Algo que desconocemos y que no podemos atribuir a la neurofisiología excede las determinaciones que desde luego la determinan.
Mas es legítimo preguntarse de qué hablamos cuando hablamos de “conciencia”.
Freud (y tras sus pasos Lacan) se mostró renuente en extremo a conceder a la conciencia un estatuto homogéneo. Repásese por ejemplo “El yo y el ello” y se observará cómo Freud describe diversos planos que no unifica: la fugacidad cíclica de la conciencia, la inmediatez que acompaña siempre su emergencia y, sobre todo, esta diferencia esencial entre la “conciencia” en su papel tópico y el hecho de que algo llegue a la conciencia; la primera pertenece al aparato, la segunda al campo de la vivencia. ¿Son reductibles la una a la otra?
Podríamos seguir así largamente. En el Manuscrito K habla de la “conciencia-palabra” y de su vínculo con la “representación-palabra”. Reflexionemos sobre un fenómeno tan decisivo como mal estudiado; la atención: la capacidad de atender, de fijar un contenido conciente, ¿no forma acaso parte del proceso sublimatorio y no se articula con las vicisitudes de la negación?
No obstante, esta dispersión tiene un núcleo homogéneo que no se reduce al reflejo especular invocado por Lacan, homogeneidad única y que efectivamente no tiene parangón.
Sartre, en su El ser y la nada empleó una expresión plástica: “conciencia no tética (de) sí” para referirse al cogito prerreflexivo, es decir, a una forma de conciencia en la cual el que tiene conciencia no se convierte en objeto temático para sí mismo.
Dicho de otra manera, que es la suya por cierto, el para-sí no se convierte a sí mismo en un puro en-sí.
Hay algo indivisible que acompaña inmediatamente a la conciencia y que mal podríamos llamar auto-conciencia, salvo que entendamos este término como designador de una absoluta falta de distancia de sí a sí mismo.
Podemos decir y es una verdad que sólo el psicoanálisis afirma que esta indivisión oculta la fundamental división del sujeto. Sin embargo, este no quiere decir que la indivisión de la conciencia, indivisión tan frágil y recurrente, tan evidente como desvaneciente en el desmayo y en el dormir, sea efecto de la división subjetiva. No estoy hablando, es preciso aclararlo, de la conciencia como instancia sino de la conciencia en devenir, cuya temporalización se anuncia en el momento en que el sujeto sale del dormir y entra en la duermevela, cuando todos los signos se organizan en torno a la recomposición del esquema corporal o “Yo” y culminan de golpe en la presencia de sí a sí de la conciencia, instante en que se impone este hecho tan simple como irrefutable: lo único intransferible que tenemos es nuestra conciencia. Las cosas me ocurren a mí, exclusivamente a mí y es éste el momento plenamente trágico de la existencia humana, momento que una pretendida “objetividad” quiere borrar a cualquier costo.
Así la indivisión de la conciencia, soporte del inevitable aislamiento de cada cual en el seno de la universalidad grupal que indudablemente lo configura, no sólo oculta la división subjetiva, también la sostiene en ese punto extremo en el cual el circuito repetitivo, ignorado por la conciencia en devenir, le anuncia a ésta la fractura de la que vive para impulsar el instante de la decisión. El juego incesante y en equilibrio inestable entre indivisión y división no cesa de precipitar la decisión ante las alternativas de la vida.
(La decisión emerge de niveles más profundos que la conciencia, pero es impensable sin pasar por ella, precisamente porque la disposición a dejarse afectar por la verdad reclama una apertura que el término griego que se corresponde con el vocablo conciencia, dice de manera ejemplar syn-aisthesis, es decir “con-sensación”. Es el nivel más radical del cogito cartesiano, inmejorablemente expresado en sus “Meditaciones metafísicas” cuando sostiene que entre los distintos momentos de la conciencia el lazo es absolutamente contingente: vivo mientras pueda sentirlo y decirlo y el decir tiene valor no de significación sino de obstinación en el perdurar).
Quiero decir: como lo mostró ejemplarmente Hegel en su “Fenomenología del Espíritu”, la indivisión sentida, experimentada, se desvanece apenas intentamos aferrarla con palabras. El lenguaje de la autoconciencia que se transforma constantemente en héteroconciencia, justamente por esa razón deja tras de sí sin poder apoderarse de esa capa de sensación amortiguada como bajo continuo de la existencia que nos rodea a perpetuidad, sin que jamás podamos reducirla mientras vivamos.
Es la duplicidad de la conciencia la que oculta esta trama. La conciencia que forma parte del aparato psíquico –según Lacan y con razón, el inconsciente separa a la conciencia del preconciente–, es un sitio casi inerme de irrupción de lo reprimido, y también de supresión; empero, el devenir conciente, está en otro lado, del lado justamente del sujeto, porque es en última instancia, un índice angustiosamente real de esa inmediatez inexpresable que jamás podremos compartir con nadie.
Marx, se sabe, declaró en los Manuscritos económico-filosóficos de 1848, que el hombre es el único animal que se toma a sí mismo como objeto.
Esta aseveración, incuestionable, debe ser discriminada en sus planos constitutivos.
La fascinación por el yo ideal es una forma de objetivación que merece claramente el nombre de imaginaria; más precisamente, imaginariamente narcisista, para no confundirla con el imaginario fantasmático.
Pero cuando reflexiono sobre mis límites en el momento en que debo apostar a lo que sea, cuando calculo qué clase de objeto soy para el otro y desde allí conjeturo cuáles son mis posibilidades de acción, allí hay otra dimensión de la objetivación, que nunca se separa por completo de la anterior pero que es diversa.
Finalmente, es preciso volver al cogito prerreflexivo en el cual estoy conmigo sin objetivarme, mas siempre presto a hacerlo. La incuria habitual entre nosotros suele confundir todos estos planos.
Desde luego, no ignoro que colocar a la conciencia del lado del sujeto y al inconsciente del lado del aparato psíquico es un verdadero embrollo, pero responde en mí a la necesidad de llevar a sus últimas consecuencias la idea central de que el psicoanálisis es lo más opuesto a una perspectiva genética. Es la misma idea que me ha llevado a pensar que si bien la percepción posee una dimensión imaginaria que es central, su vínculo con lo real del traumatismo conserva su heteronomía y una falsa totalización del significante no podría ocultar sus paradojas. El clivaje entre lo escópico y el lenguaje que hace años mostró Masotta, sigue siendo una afirmación esencial.
La fugacidad, inmediatez e inminencia son dimensiones precisas y preciosas de la conciencia, o más precisamente del devenir conciencia, del hecho de la conciencia, las que están condicionadas por el rasgo estructural que descubrió Lacan en el aparato cuando interrumpe los lazos de la conciencia con el preconciente introduciendo allí la cuña perturbadora de lo inconsciente. |