En el seminario 16,1 Lacan, luego de recordar que hay en el centro del denominado campo del goce una vacuola –término que proviene del latín, vacuum, vacío– un sitio interdicto y que constituye lo más próximo (prochain) sin dejar de ser extraño y de mencionar que las cosas son para Freud siempre Sachen, pero que cuando habla del complejo del prójimo emplea el vocablo das Ding, dice algo que quiero transcribir para luego analizar:
“No volveré a comentarles el hincapié que hice en este das Ding, ya que tampoco tengo tiempo para ello. Todo lo que recordaré es que Freud introduce este término por la función del Nebenmensch, el hombre más cercano (plus proche), ese hombre tan ambiguo por no saber dónde ubicarlo. ¿Qué es ese prójimo (prochain) que resuena en la fórmula de los textos evangélicos, ‘Ama a tu prójimo (prochain) como a tí mismo’? ¿Dónde atraparlo? ¿Dónde hay, fuera de este centro de mí mismo que no puedo amar, algo que me sea más próximo (plus prochain)?”
Luego intenta localizarlo, en referencia a Freud, en una “exterioridad jaculatoria” que denomina algo absolutamente primario y refiere a un grito que no necesita ser emitido; y remite, una vez más, a la célebre serie de Munch titulada, como se sabe, El grito. Un grito mudo. De la boca torcida del ser femenino brota un grito que no es más que el silencio absoluto.
De inmediato, surgen varios problemas que la versión estándar de Lacan desdeña.
¿Cómo diferenciar el objeto a del prójimo si los términos que inicialmente los definen –centralidad, extimidad, proximidad lejana o lejanía próxima, como se prefiera– son casi los mismos? Y si agregamos das Ding a la comparación, las cosas se complican mucho más, especialmente si nos remitimos al seminario La ética del psicoanálisis donde el término das Ding oscila entre el vaciamiento heideggeriano y la radical exterioridad de la Cosa freudiana. Sin embargo de este último seminario puede brotar alguna luz.
En su capítulo XV, “El goce de la transgresión”2, comenta la expresión “… como a tí mismo” del evangelio: ¿qué es même? Algo “que ya no sé si es mío o de alguien”, dice Lacan. “… el prójimo, sin duda, tiene toda esa maldad de la que habla Freud, pero… no es otra cosa sino aquella ante la que retrocedo en mí mismo”.
¿Se trata de la reversibilidad especular? Sería un gran error confundir las cosas, sospecho que este error es muy corriente. En la agresividad que es propia del estadio del espejo, en la cual el yo pasa al lugar del yo ideal y viceversa, fundando así una reversibilidad aplastante y difícil de domeñar –el yo ideal fragmenta, la totalidad destruye–, se conservan la simetría, la distancia y la integridad por algo que ahora podemos percibir con claridad: la fase del espejo reposa toda entera en el divorcio entre el tacto y la visión. Cuando el Narciso mítico quiere abrazar a su alter ego, se hunde en las aguas. La presencia del prójimo, en cambio, suprime las distancias y estruja los cuerpos, unos con otros, unos en otros, unos en contra de otros.
Estamos en el terreno del odio e incluso en el de la crueldad. El odio, o sea el anhelo de destruir el núcleo del ser del otro; la crueldad o el goce de la inermidad del sometido.
La imagen narcisista se construye de manera estatuaria; término que designa, metafóricamente, la imagen convencional de la estatuaria antigua, con sus bellas e inalcanzables proporciones. Desde luego, no hay imagen del cuerpo sin la integración de todos los sentidos. Pero en el narcisismo domina la visión y la función olfativa y táctil, la función gustativa, la aprehensión, incluso dental, están completamente subordinadas al ver.
Cuando hablamos del prójimo mentamos otra cosa, mucho más inquietante: “la categoría del prójimo justifica su aparición porque indica, en el extremo, la confusión de las instancias, la reducción inminente de las fronteras entre el sujeto, el objeto a y la Cosa del semejante. Se dirá: pero tal inminencia es la inminencia del goce”.
Hay, sin embargo, una diferencia nada desdeñable: El prójimo supone la posibilidad de la (in)diferencia allí donde la diferencia está establecida, y permite, de tal manera, transitar todas las instancias y los registros en una floración de metáforas. El goce a secas, por el contrario, está más allá de la representación.
Por otra parte, el goce es lo irrepresentable e insufrible en el límite de lo representable y sufrible; el prójimo es carne, pertenece al dominio de lo sensible; es lo que todavía es representable cuando estalla la representación; pero no se reduce su dimensión a la teratología. En virtud de la ambigüedad que le es constitutiva, implica rostro y sexo.3
En Masa y poder, Elías Canetti ha establecido un postulado inaugural: “Nada teme más el hombre que ser tocado por lo desconocido”. A lo que agrega un segundo postulado: “Solamente inmerso en la masa el hombre puede liberarse de este temor a ser tocado”4.
Con su estilo inimitable, que no voy a reproducir, muestra de todas las formas cómo nos protegemos de mil maneras diversas del contacto con el prójimo cuyas manos pueden convertirse en garras, cuya mirada puede traspasarnos, cuyo olor puede descomponernos.
Pero el prójimo no solo es aquel que nos parasita; también es la fuente verdadera de la ética.
Sin una proximidad vertiginosa, la vida humana carece de intensidad; sin distancia podemos tornarnos en criminales. ¿Cómo bascular, cómo establecer un juego de ida y vuelta, de tensiones armónicas y de armonías siempre a punto de derrumbarse?
Alguna vez Kant encontró una formulación (no una fórmula, no las hay) que a pesar de cierto anacronismo (o quizá en virtud del mismo, habría que verlo), puede sugerirnos mucho. Al hablar, en La metafísica de las costumbres, de las leyes del deber en el parágrafo 24 de la segunda parte de la doctrina ética elemental, y cuando menciona las dos fuerzas de atracción y de repulsión que conectan a los hombres entre sí, dice:
“En virtud del principio del amor recíproco, necesitan acercarse continuamente entre sí; por el principio de respeto que mutuamente se deben, necesitan mantenerse distantes entre sí; y si una de estas dos grandes fuerzas morales desapareciera, ‘la nada de la inmoralidad con las fauces abiertas, se tragaría el reino entero de los seres morales como una gota de agua’ (si es que aquí puedo servirme de las palabras de Haller, aunque en otro respecto.)”5
Esa “nada de la inmoralidad” puede ligarse sin capricho y con razón al grito de Munch; grito pictórico y por lo tanto silencioso, y no obstante grito, grito absoluto.
Es el sufrimiento –no necesariamente el dolor físico–, que impone al ser vivo el hecho de que la irritabilidad propia de la materia orgánica, atravesada, moldeada, encapsulada, conducida por mil vías azarosas por lo que convenimos en denominar significante, –masa significante que viene de la noche y torna a ella, más allá de cualquiera de nosotros–, siempre está situada en el límite de la catástrofe, en el doble sentido del término: como posibilidad e inminencia de derrumbe y como cambio brusco e inesperado de estado.
Quizá a partir de aquí podamos volver a interrogar ese vocablo aparentemente neutro y que está lleno de erizados enigmas: el subyectum, el sujeto.
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1. Lacan, J. “De un Otro al otro”, Paidós, Buenos Aires, 2008, p. 206. (Lacan, J. D’ un Autre à l’ autre, Seuil, Paris, 2006, p. 225).
2. Lacan, J. “La ética del psicoanálisis”, Paidós, Buenos Aires, 1988, pp. 239/240.
3. Estos aspectos los trataré en próximas notas.
4. Canetti, Elías, Masa y poder, Debolsillo, Barcelona, 2005.
5. Kant, Immanuel, La metafísica de las costumbres, Altaya, Barcelona, 1977, pp. 317/8. |