Desde el psicoanálisis podemos –y debemos–, transcribir los términos y relaciones de la acción colectiva en los términos y relaciones de la psicología de las masas, según Freud: verticalidad en la identificación al objeto-valor, o sea al líder; comunidad solo en el terreno del ego, y formación de un “nosotros” que se funda en la necesaria exclusión de los “otros”; es decir, en la segregación de lo que se juzga tóxico.
Lacan pretendió que las relaciones de la Escuela (en el sentido eminente de la palabra, concebida como abrigo de los males de la sociedad civil) trascendieran el campo de la masividad en lo que al psicoanálisis refiere, su producción, su transmisión, y sobre todo la clínica. Teóricamente nunca justificó esa brusca separación entre la masividad y lo que convino posteriormente en llamarse “transferencia de trabajo”, la que preservaría la herencia y la acrecentaría.*
La experiencia nos ha mostrado otra cosa, tan evidente que ni siquiera se alude a ella cuando se la tiene ante los ojos: las leyes de la presunción, del servilismo y de la segregación imperan sin restricciones. (Y no es un consuelo que lo mismo ocurra en todas las instancias de la sociedad civil y del gobierno.)
No obstante, podemos decir, con la misma certidumbre que hay análisis, en plural, aunque no podamos cuantificarlo (sería ridículo intentarlo aunque sospechemos, con razón, de que buena parte del llamado análisis es psicología adaptativa, pura y simple) y que en todas las instituciones analíticas, incluso en las más disciplinadas, podemos recoger, aquí y allá, ejemplos y más ejemplos, de ese desorden ejemplar que acompaña a toda transmisión con la huella perturbadora de la verdad.
De otra parte, si bien nunca Lacan justificó lacanianamente las instituciones e institutos de la Escuela, sí es cierto que captó algunos mecanismos de una posible acción colectiva que vaya más allá de lo masivo pero sin ignorarlo y sin fingir pureza.
No estoy pensando en el llamado “pase” –condenado a quedar prisionero de los vericuetos de la demanda anal, es decir, de la demanda educativa–, sino en el curioso “cartel”. Él pretendía que fuera temporario, que no se estableciera en las redes de la familiaridad (los “carteles” vigentes son, ya se sabe, pymes familiares) y sobre todo concibió su “más uno”, que el hábito degradó en jefe de grupo, pero que en su raíz muestra cuál es el camino por medio del cual la acción colectiva reconoce su vigencia en lo que parece su mayor obstáculo: la imposible intersubjetividad.
En efecto, si hubiera un vínculo efectivo e inmediato y recíproco entre sujetos, todo terminaría en el horror bíblico y matrimonial: “Por tanto, dejará el hombre a su padre y a su madre, y se unirá a su mujer, y serán una sola carne.” (Génesis 2:21-24).
(La masa misma, pese a su pretensión imaginaria que, por ser ilusoria es justamente constitutiva, de formar un solo cuerpo, está simbólica y realmente muy lejos de ello: como bien lo percibió Freud, cada uno se liga verticalmente con el objeto-líder y esa participación que se ubica entre ellos, entre los miembros de la masa, mantiene en definitiva la distancia de los cuerpos.)
Mas si no hay intersubjetividad –es decir, si el vínculo de un sujeto con otro pasa por la opacidad del Otro–, cada uno como otro, si puede percibir en tal transitivismo algo de lo que debe desprenderse para pasar de la mera generalidad masiva a la serie ordinal colectiva, si puede pasar de ser uno u otro intercambiable a ser uno como tal, nominable de manera intransferible, puede entonces reclamar un lugar propio fundado en el siguiente aserto que, es obvio de dónde lo tomo, del Aserto de certidumbre anticipada; y que reza así: Cada uno por sí pero no sin los otros. Es decir, ni oblatividad ni simple reconocimiento, porque no se trata de sutilizar la ética cristiana, la que siempre lleva al sacrificio y a la exaltación en definitiva narcisista, sino de reconocer que solo puedo reconocer al otro si reconozco que necesito de él para llegar a mí, que necesito de su verdad y de su libertad, como condición imprescindible para mi libertad y mi verdad.
La ética clásica que prohibe tomar al otro como medio, simplifica y deforma las cosas: entre medio y fin hay tensión y cambio constante de posición. Si el otro es medio, pero solo puedo acceder a mi libertad a través de su libertad –es decir, que él pueda disponer de sí mismo retirándose del Otro–, y si correlativamente, la necesidad que el otro detecta en el Otro, que es sitio de constricciones simbólicas, esa necesidad que nos reúne separándonos y nos separa al unirnos, se convierte en prenda de mi libertad tanto como de la suya, entonces estamos ya lejos de las estériles antinomias clásicas: necesidad versus libertad; reconocimiento como objeto versus reconocimiento como sujeto.
Que el otro se convierta en medio para mí pero con la condición de que respete sus fines, es el medio privilegiado para que yo encuentre mis propios fines. Se entiende, fines PROPIOS, no PRIVADOS. Conjeturar lo que el otro conjetura en su escucha, dejar que la palabra suya atraviese mis defensas, para hacer de ella una nueva apuesta que vuelva hacia el lugar donde ha sido emitida y así en un movimiento espiralado: de ello, de su rareza e instantaneidad e intensidad, tenemos experiencia y certeza.
Es la transferencia el nudo de esta historia, a condición de que dejemos de lado ese estorbo, ese compromiso de la conciliación intelectual que hemos dado en llamar “transferencia de trabajo”. Nudo que se articula en torno al sitio del más uno: antes un significante desplazado y metabolizado fuera del conjunto de los significantes establecidos y vueltos lugares comunes, que un sujeto, justamente porque en determinadas circunstancias cualquiera puede encarnarlo.
Cuando este significante excedente y excepcional aparece, la pesadez de las relaciones se transfigura: es el hallazgo, a la vez del objeto y del significante que lo representa. Quien puede leerlo inventa, quien inventa transmite a otros y quien puede escucharlo puede hacer de él el comienzo de un recorrido propio, cuya deuda no se encarna en las búsquedas del pasado sino en la apertura al futuro.
Nada de esto se gesta simplemente al margen de la estructura de masa –id est, de la estructura del grupo-, porque la masividad, al mismo tiempo que cohesiona un “nosotros”, censura toda singularidad, la cual, en definitiva, no existiría sin la masa misma. El retorno de la singularidad permite que, de vez en vez, de manera intermitente y seguramente sin duración, se cree un campo de fuerzas de acción colectiva –pero acción ordinal, es decir de sujetos no intercambiables y con un número cerrado de participantes, cierre que justamente el más uno suplementa–.
La interacción de un campo general y masivo, cuya amplitud se confunde con los límites de una sociedad, con esos pequeños colectivos que surgen y vuelven a caer en la masividad pero dejando su huella, la huella más o menos duradera de su paso efímero, constituye un ámbito que el psicoanálisis puede contribuir y mucho a explorar.
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* Desde luego estos términos son sospechosos: cuando nos proponemos “preservar” o peor incluso “resguardar”, ya estamos confundiendo transmitir con gobernar, ya confundimos la imposibilidad con la impotencia. La misma expresión “transferencia de trabajo” o es un pleonasmo –toda transferencia trabaja–, o simula que puede haber una transferencia recíproca, aséptica, despojada de pulsiones destructivas y de las locuras del amor. |