El último surrealista
por PHILIPPE SOLLERS, publicado en
Le Nouvel Observateur del 09-09-1993 (Paris)
¿Bastaba con conocer a Lacan y hablar con él para encontrarse en la extraña estela de la experiencia analítica? Así lo creo. Ayer a la noche, pasé frente al 5 de la calle de Lille, donde fui a verlo muy seguido. Aún no había visto la placa puesta sobre la fachada de su inmueble “Jacques Lacan (1901-1981) practicó aquí el psicoanálisis, desde 1941 hasta su muerte.” Sí, sí, aquí y en otra parte. En todas partes. A cada instante.
Contrariamente a los graffitis locos de amor que cubren la fachada cercana detrás de la cual vivió Gainsbourg, alguien se dedicó, con pintura negra, a trazar, bajo la placa de Lacan, esta declaración amenazadora que paso rápidamente en limpio antes de que sea borrada: “Si el asesinato es una de las bellas artes, el psicoanálisis es un arte. Caminante, mira esta pared, no tiene oído como la de Freud en Viena. El crimen llama a la venganza, y será terrible respecto a dos psicoanalistas vivos, mis asesinos”. Oh oh, ahí tenemos al menos una declaración loca, ¡pero seria! Huele a 1968 más que a 1901, 1941 o 1981. El autor del graffiti (¿o la autora?), anónimo escribió además otras dos fechas, 1989 y 1993.
Es curioso que la placa oficial incluya la expresión: “su muerte” ¿La muerte de Lacan? ¿La del psicoanálisis? ¿Era necesario escribir la palabra “muerte”? Sin duda, pero pone en marcha, a no dudarlo, un efecto frontal. La prueba.
El sistema de vida que inventó Lacan en el espacio y el tiempo habrá sido de una libertad fascinante. Consultorio de analista, escucha directa y concentrada de voces múltiples, atajo que da acceso a la mecánica de los sueños, de las transferencias, de las aberraciones y de los absurdos aparentes, de las neurosis repetitivas de todo tipo y luego, dos o tres veces por mes, palabra sostenida en público, elucidación, elucubración, espectáculo de un pensamiento en curso al que era, lo recuerdo, una gran felicidad acudir. ¿Por qué? Lo inesperado, la sorpresa, la fórmula que da en el blanco y que viene de no se sabe dónde, no de la escuela en todo caso ni de la empresa, ni de la predicación bien-pensante, ni de la publicidad o del Estado. Hoy, creo, eso parecería increíble.
Lacan, ese cuerpo singular, provenía de la noche elocuente, travesía de sufrimiento y de alucinación; emergía como un dinosaurio de esa caverna y la presentaba de día ¿Inspirado? A menudo. ¿Obstinado? Dos veces más que una. Self-made-man, como lo dice de sí mismo en “Televisión”: “¿Quién no sabe que es con el discurso analítico que hice fortuna? En lo que soy un self-made-man. Hubo otros, pero no en nuestros días.”
Bien dicho. En suma, con su saber alegre, Lacan llevó a cabo, en la gravedad, lo cómico integral que Nabokov discernía en la cosa freudiana. Hizo girar esa cosa hacia un humor y una fantasía que no existían antes que él. Es, creo, lo esencial de su existencia, y lo que le será más difícilmente perdonado (empezando por la multitud de alumnos, discípulos, epígonos, militantes, universitarios u otros). De esa trágica historia que, para la mayoría, es lo sexual, aquí vemos cómo se burlaba a costa de una nueva razón que demostraba su payasada.
Lacan, ¿hombre del Siglo de las Luces? Seguramente, pero no como lo entiende el Siglo de las Luces ¿Surrealista? Desde luego, pero sin las ingenuidades ocultistas o pre-filosóficas de la región (aun si está lejos de alcanzar a Heidegger) ¿Una cierta santidad, entonces? Sí, y no es una casualidad si estuvimos tantas veces ocupados en conversaciones sobre Joyce. En fin, pues, “cuanto más santo se es, más se ríe”. Siempre en “Televisión”: “A decir verdad, el santo no se cree tener méritos. Lo que no quiere decir que él no tenga moral. La única molestia para los otros, es que no se ve adónde eso lo conduce.”
Cuento con los dedos de la mano los seres humanos con los que me divertí y estuve orgulloso de conocer. Sí, Lacan.
Traducción de Rodrigo Grimaldi
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A propósito de la presente traducción del decir de Philppe Sollers acerca de Lacan
De esta lúcida y provocativa nota de Sollers, quiero destacar dos cosas que ahora me importan. La primera refiere al humor de Lacan, a su grave realización de una comicidad integral; la segunda, a la santidad, que en “Televisión” configura todo un apartado dedicado al analista.
El humor de Lacan es, como consecuencia de la institucionalidad escolar, un punto central y absolutamente desdeñado por lectores, discípulos y aprendices del psicoanálisis.
No estoy refiriéndome a lo que horriblemente suele denominarse “buen humor” (¡de ese sí que carecía Lacan!) sino a lo que el romanticismo, fundamentalmente el alemán, entiende por humor a secas.
El humor es un medio de desnaturalizar los conceptos, de mostrar la arbitrariedad necesaria de sus nombres, jamás propios, y asimismo y en consecuencia, de subvertir las idealizaciones propias de la cultura. Yuxtaponiendo y fusionando lo alto con lo bajo, lo cómico con lo trágico, lo finito con lo infinito, lo contingente con lo necesario, en fin, mezclando lo ridículo con lo majestuoso, haciéndolo con una estrategia que viola sistemáticamente los ideales pesadísimos de una cultura, puede aparecer un vacío, una oquedad que la malla de los conceptos no recubre y que incluso los descompone como se descomponen las pinturas antiguas en contacto con el aire; algo que obliga a inventar mediante esa gloria que los surrealistas llamaron (sin que todavía se entienda de qué trata el artificio que Breton llevó a su culminación en Nadja) “aproximación insólita”, que es más bien una iluminación solitaria , tan convergente con el “hallazgo de objeto” freudiano y con la chispa de la invención lacaniana, esa invención que no era necesaria, que nada la preparaba para llegar al mundo antes que, desde la noche inspirada, es decir, desde el erotismo, la angustia y la muerte, alguien, Lacan, la llevara al seminario.
La referencia a la santidad se inscribe en este registro. Del santo tenemos una imagen, valorada o despreciada, pero que emana de las ceremonias y conveniencias de la Iglesia, que ha canonizado con su aureola ya marchita, anacrónica, a veces a un imbécil, otras a un pícaro burócrata. Nadie es santo para sí mismo; para sí el santo (lo sabríamos si hubiéramos aprendido la lección de La tentation de Saint-Antoine de Flaubert) es exactamente la búsqueda del desecho, que nunca puede abstraerse de la mierda.
Identificado con el desecho, ajeno a los murmullos del habla acomodaticia, a la culta parla de la corporación, molesta a los otros porque no se ve adónde conduce esa búsqueda sin duda insensata.
En el apartado de Televisión que evoca Sollers, Lacan menciona por dos veces a Baltasar Gracián, cuyo Oráculo Manual fue traducido en Francia como L´homme de cour, es decir, El cortesano. Gracián comenzó a ganarse la animadversión de sus superiores eclesiásticos desde el momento en que anunció, en Valencia y desde el púlpito, que iba leer una carta recibida del infierno. Más tarde, fue destituido de su cátedra y sin pluma, ni papel ni libros, recluido forzosamente, sin poder siquiera abandonar la Compañía de Jesús, murió absolutamente solo. Es curioso que haya escrito un libro que recomendaba la prudencia cortesana –con todas sus resonancias de silencio, secreto, reserva, astucia–, cuando él, que escribió una de las prosas más lúcidas, perspicaces y desencantadas de la prodigiosa edad barroca, nunca la ejerció.
Gracián, el santo a pesar suyo y a pesar de la Iglesia; sabemos a quiénes les cabe la vestidura de cortesanos.
Juan Ritvo |